“Prueba de amor” matrimonial
El viaje de bodas había concluido con toda felicidad. Los flamantes esposos se encontraban listos para enfrentar la nueva vida del hogar. Cada uno continuaría con su empleo anterior. Es decir, la mayor parte del día estarían separados fuera de casa. Y al reencontrarse por la noche se esperaba que ambos se ayudaran mutuamente, y así resultaran más livianos los trabajos del hogar.
Pero Eduardo, el esposo, entendía que el hombre de la casa no era para esos “trabajitos” domésticos. Durante largos meses fue dejando a Patricia, su esposa, sin ayuda ni colaboración. Hasta que un día pasó lo que debía pasar: reclamos, discusión, llantos y amenazas. “Tú me dices que me amas -le reprochó Patricia a Eduardo- , ¿pero es ésta la forma de demostrármelo, dejando sobre mí toda la carga del hogar? ¿Por qué no miras menos televisión y me ayudas un poco?
Felizmente, la propuesta fue aceptada y se salvó la armonía de la pareja. Lo que Patricia estaba necesitando era una demostración práctica del amor de su esposo. Un amor que supera, o en todo caso confirma las palabras cariñosas del marido.
La genuina prueba de amor conyugal se manifiesta en las acciones, en la actitud comprensiva y en el deseo de agradar al cónyuge. Y esto cuenta tanto en la hora de la enfermedad como de la salud, cuando hay hijos o cuando no los hay, cuando el matrimonio es joven o cuando ya cumplió sus bodas de oro. Tanto en los días fáciles como en los difíciles, a solas o en compañía de otros, en el lecho matrimonial o fuera de él, los esposos deberían demostrarse recíprocamente el amor abnegado y servicial de sus corazones.
Pregúntese con un sentido de autoanálisis: ¿Me gozo en aliviar las cargas de mi esposa? ¿Soy servicial y cortés con ella? ¿La rodeo con un amor constante? Y usted, señora, ¿sabe agradar con su amor a su esposo? ¿Se muestra solícita con él? ¡Dios bendiga ricamente su matrimonio!
Sin rivalidad
Según la fábula de Cecilia Borjas, cierta vez discutían el azúcar y la sal, pretendiendo cada una de ellas ser más importante y más preferida que la otra. Un cliente llegó a la panadería, y pidió galletas con sal. Al rato llegó otro para comprar masas dulces con crema. Y la discusión seguía, porque la sal no quería ser menos que el azúcar, ni el azúcar menos que la sal.
Hasta que intervino el pastelero, y fabricó unas ricas empanadas que dieron mucho que hablar. Por fuera eran dulces, pero por dentro eran saladas; y ambos sabores juntos fueron un halago para el paladar. Y la autora termina sus versos diciendo:
Sabed que el mérito nunca
de otro mérito es rival.
Si uno vale por sí solo,
¡juntos valen mucho más!
La moraleja de esta curiosa fábula es aplicable a muchos órdenes de la vida. Pero es en el hogar donde puede tener especial aplicación, si se desea mantener la armonía de la familia. Cuando los esposos discuten como el azúcar y la sal, y uno de ellos quiere tener dominio sobre el otro, lo único que están haciendo no es poner las cosas en su lugar, sino echando a perder la felicidad conyugal.
Los esposos que comprenden el verdadero propósito del matrimonio jamás se pondrán a competir entre sí, porque recordarán que han unido sus vidas para complementarse con amor y no para rivalizar con espíritu de egoísmo. Tanto el marido debe valorar los méritos de su mujer, como ésta las virtudes de aquél. Y no se trata de ver quién de los dos es más capaz, sino cómo cada uno de ellos puede ofrecer lo mejor de sí para la felicidad del otro.
En el matrimonio se actúa de común acuerdo, o tarde o temprano cada una de las partes tomará su propio camino. Por eso resulta tan necesario que los esposos se sigan valorando mutuamente, sin incurrir en desprecios que vayan minando la unidad conyugal.
Después del casamiento, cuando los esposos comienzan a conocerse mejor, puede ser que surja en ellos algún grado de desilusión. Quizá él descubra que ella no es tan prolija y ordenada como parecía. Y tal vez ella descubra que él no es el muchacho tierno y comprensivo que era durante el noviazgo. Pero aun esta especie de desencanto, jamás debería dar origen a discusiones amargas o a reproches desconsiderados que ahonden el desencuentro.
Y si existiera alguna diferencia que arreglar o algún defecto que superar, en tal caso, ¿no deberían sentarse para hablar con cariño y madurez en busca de la solución?
Además, pidiendo cada día la bendición de Dios los esposos, tanto como los hijos y el hogar en general, podrán gozar de armonía y felicidad. El hogar donde mora el Señor no conoce naufragios ni derrotas.
Equilibrio
Vamos a referirnos a usted, señora supertrabajadora. A usted que disfruta de buena salud y que, deseosa de mantener su casa siempre limpia y en orden, pasa buena parte del día lavando, fregando y ordenando. Usted tiene su casa que es un primor. Todo está brillante, desde la vajilla, pisos, muebles y hasta cada objeto que adorna la casa. Desde luego, usted está orgullosa con semejante presentación. Pero, ¿a que precio ha conseguido todo eso? Veámoslo con total franqueza.
Mantener así su casa le absorbe largas horas de cada día. Tanto que a veces no le quedan ganas ni tiempo para hacer otra cosa. Su esposo le pide que lo acompañe a cierto lugar, y usted responde que está cansada. Los domingos la familia quiere salir de paseo, pero usted prefiere quedarse en casa, porque tiene tanto que hacer… Sus hijos se acercan a usted para pedirle algo o simplemente para conversar, pero usted alega que no tiene tiempo. Y así poco a poco usted, que tanto hace a favor de su hogar, sin advertirlo, está minando la unidad de su querida familia. Con frecuencia, usted está nerviosa y un poco descontenta. Porque tanto se esfuerza en limpiar, para que los demás ensucien y casi no valoren su trabajo.
¿Sabe señora que el hogar no todo consiste en limpiar y ordenar? Por otro lado, si usted desea conservar impecable su casa, y con ese afán de hacerlo todo bien, no les enseña a sus hijos a ayudarla, se daña a usted misma y también a ellos. Además, si usted no permite que su familia se mueva con libertad por temor a que le ensucien los pisos o los muebles, se convierte en la desdichada tirana del hogar, que tampoco deja vivir felices a los demás.
Sí, señora, trabaje, pero con equilibrio. Procure que su tarea, lo mismo que sus actitudes, contribuyan a la felicidad de la familia. Tómese tiempo para gozar de la compañía de su esposo y de sus hijos. Evite vivir siempre cansada y nerviosa. Usted tiene derecho a disfrutar de tranquilidad. Y si la casa no está tan perfecta, paciencia. Su felicidad es más importante que la pulcritud.
Recuerde que su casa no es una sala de exposición, sino el nido donde se mueven seres humanos necesitados de afecto y comprensión. Como ama de casa, usted no es sierva de carga; es una hija de Dios. Y en la medida en que usted le sea fiel, podrá inculcar esta bendición a sus hijos por el logro de una familia feliz.
Elogio sincero
Hace poco, una mujer casada decía: “Mi vida dentro del hogar me resulta dura y aburrida, al no oír nunca una palabra de agradecimiento de parte de mi esposo. Si él me dirigiera de vez en cuando algún cumplido, haría mi vida más llevadera”. Y la señora terminaba así sus palabras: “No es fácil continuar tratando de hacer lo mejor cuando una no sabe si sus esfuerzos son apreciados o no”.
Si pudiéramos recibir una opinión franca de todas las esposas, nos asombraríamos al descubrir cuántas de ellas dirían palabras parecidas a las de esta señora. Cuán a menudo solemos omitir la palabra oportuna de elogio y comprensión. Cuánto tenemos que aprender los hombres el delicado arte de saber encomiar y estimular a nuestras esposas. A veces, apenas un pequeño gesto acompañado de una sonrisa basta para dar aliento al corazón del ser amado. Una sola palabra de merecida alabanza rinde mejores dividendos que todo un discurso de reproche.
Y esto no sólo es cierto entre los esposos dentro del hogar, sino aun entre los niños en el ambiente escolar. Los experimentos realizados sobre el particular indican que cuando los niños son elogiados por sus maestros, mejoran el doble que cuando son criticados por ellos. Y cuando esos mismos niños se los pasa por alto, sin hacerles ningún comentario, no acusan ningún mejoramiento en el aprendizaje. Es decir, alentando la parte positiva del niño, se logra mucho más en él que reprochándoles sus errores o defectos.
Especialmente los niños, parecerían estar hambrientos de afecto y alabanza. Así lo demuestra el caso de aquel niño cuya conducta dejaba bastante que desear, razón por la cual la madre debía reprenderlo casi a cada momento. Pero un día el niño se portó muy bien; no había hecho una cosa mala. Y cuando esa noche la madre lo acostó, antes de retirarse de la habitación, oyó que su hijo se puso a sollozar. Y entre sollozos preguntó: “Mamá, ¿acaso hoy no me porté bien en todo?” Para ese niño sólo había reproches, sin ninguna palabra de elogio.
¿Para cuándo queremos reservar los elogios hacia nuestros seres amados? ¿Para cuando se vayan de este mundo, y entonces ya no tengan ningún efecto, por más obsequiosos que seamos? No se trata de exagerar ni de alabar a la persona misma, sino más bien sus actos dignos de alabanza.
Cuán agradable se torna la vida del hogar cuando los esposos se alientan mutuamente mediante palabras de encomio y de reconocimiento. Y los hijos, ¡cuánto mejor se crían cuando -junto con la disciplina doméstica- también reciben el elogio amante de sus padres!
Para usted, señora
Esta reflexión es para usted, señora, que quiere llevarse bien con su esposo y que desea tener con él un hogar feliz. ¿Domina el arte de comprenderlo y agradarlo?
Una señora nos decía: “Mi esposo y yo nos entendemos tan bien, que a veces basta una mirada para expresar nuestros pensamientos y deseos”.
Sin duda, ésta es una hermosa forma de armonía conyugal, en la que los esposos manifiestan comprensión y un gran compañerismo. Pero llegar a este grado de armonía matrimonial no siempre es fácil. Sea por la diferencia de cultura, de personalidad o de actividades que exista entre los cónyuges, el hecho es que se requiere un afecto indeclinable para alcanzar esta medida de éxito en el matrimonio.
Supongamos, señora, que su tendencia fuese señalar aun los menores errores y faltas de su marido. ¿Piensa que de esa manera usted lo estaría ayudando a él? No, ¿verdad? Citemos aquí a Goethe, quién dijo: “Si usted trata a un hombre como es, él permanecerá como es. Pero si lo trata como si fuera lo que debería y podría ser, él llegará a ser un hombre más noble y más grande”. Sí, el apreciar las virtudes del esposo, o a veces el tratarlo como si las tuviera, es un poderoso estímulo para su carácter y aun para sus actividades. Mientras los reproches y acusaciones originan discusión y reyertas, la tolerancia y la ternura crean buena disposición.
Otro secreto para hacer feliz a su esposo consiste en mantener la casa limpia, arreglada y lo más atractiva posible. Además, la comida que usted prepara, la forma como gasta el dinero, y la manera como se arregla y recibe a su marido cuando él regresa al hogar, son también importantes factores de la dicha matrimonial.
Adicionalmente, ¿manifiesta usted interés en las actividades de su esposo? ¿Procura alentarlo en los momentos de desaliento? ¿Hace lo mejor de su parte para mantener una convivencia armoniosa? ¿Se muestra siempre confidente con él? Y por fin, señora, ¿cultiva usted su fe en Dios, y le ruega su ayuda para ser una mejor esposa cada día? Encomiende al Señor su vida, y él la bendecirá, en compañía de su esposo y sus hijos.
Para usted, señor
Una muchacha nos escribe para comentar el drama de su casa, donde el padre se muestra tirano con toda la familia. Especialmente la esposa es objeto de malos tratos, gritos y amenazas. Como resultado, toda la familia sufre y vive enferma de los nervios. Y la muchacha que nos escribe, harta de semejante trato paterno, dice: “En mi conciencia ya maté cien veces a mi padre”. Es decir, este hombre se ha ganado el odio en lugar del amor de su familia.
A menos que un hombre esté enfermo de la mente, ¿cómo puede entenderse que actúe así con su propia familia? ¿Es que abusa de la bondad y la paciencia de su mujer, o es que simplemente ha dejado de amarla? Pero si éste fuese el caso, ¿qué culpa tienen los hijos para recibir un trato igualmente atropellador?
El esposo cruel ofende con su lengua, no atiende razones, no sabe dialogar, ni respetar, ni amar. Es un ser desdichado y disminuido, por más autoritario que se muestre. Hace sufrir y él mismo sufre por dentro. Pero su orgullo no le permite cambiar, porque le parece que eso sería rebajarse. En otras palabras, además de su mal carácter y de sus modales antisociales, el esposo y padre cruel sufre de un terrible amor propio y de una gran inmadurez emocional.
Señor, si usted tuviera alguno de los rasgos mencionados, y por lo tanto su familia estuviera padeciendo por esa razón, ¿no cree que ha llegado sobradamente la hora de cambiar? Usted está llamado a ser feliz y a dar felicidad a su familia. Por eso, reconozca con humildad esas pequeñas durezas de su carácter, y muéstrese afable y un poco más comprensivo. ¿Para qué irritarse frente a cualquier imperfección que usted descubra en sus seres queridos? ¿Acaso usted es perfecto? Y si usted en general le dispensa un trato normal a sus compañeros de trabajo, ¿cómo no hará por lo menos otro tanto al tratar con su familia?
Quiebre su amor propio. Pida que oren por usted para sanar las heridas emocionales de su corazón, y su familia vibrará de felicidad. Pruébelo y verá.
¿Una casa o un hogar?
Siempre me agrada pensar en la diferencia que existe entre una casa y un hogar. La casa es la vivienda, con sus muebles y todos los adornos y comodidades que queramos poner adentro. El hogar, en cambio, es la familia con la tibieza del amor, la hermosura de la unidad y la armonía de la paz.
Mientras la casa está formada por el techo y las paredes, el hogar se afirma en los corazones tiernos del grupo familiar. Esto explica por qué puede existir una casa suntuosa con un hogar desdichado, y también una casa modesta con un hogar feliz.
Pero cuando el Espíritu de Cristo inunda el hogar, éste se convierte en un hogar cristiano. Es decir, la actitud cristiana de la vida domina a los moradores del hogar. Los esposos, los padres y los hijos viven espiritualmente unidos al gran corazón de Cristo, y de él alimentan sus sentimientos de amor, de comprensión, de bondad y de alegría. Con Cristo en la familia nace en los hijos un ideal de servicio, y en los padres un mayor deseo de agradar a Dios.
Cierto estudiante chino que vino a pasar varios año en Occidente, tuvo la oportunidad de hospedarse en diversos lugares cristianos. Tiempo más tarde, comentando sus impresiones, llegó a decir: “Siempre me llamaba la atención cómo en esos hogares estaba presente el gran Invisible y cómo se cultivaba el amor. Eso fue lo que me hizo cristiano”. Es que la atmósfera espiritual, delicada y respetuosa de un hogar cristiano siempre ejerce una influencia bienhechora sobre los de adentro y los de afuera.
Preguntémonos: ¿Mora el Espíritu de Cristo en mi hogar? ¿Me preocupo más por equipar mi casa, o por mantener mi hogar con un ambiente espiritual de amor y de fe? ¿Le ruego a Dios su diaria bendición para conservar la felicidad de mi familia?